jueves, 13 de febrero de 2014

DE VIAJES Y (RE)ENCUENTROS



Si algo tienen en común todas las películas de Alexander Payne, es que todas hablan de seres REALES. Los personajes de sus films bien podrían ser tu hermana, tu vecino, tu padre, tu mejor amigo… Tengo la impresión de que Payne siempre se fija en el aspecto más vulnerable, más patético, más frágil de sus personajes, pero lo hace con completa ausencia de malicia o sarcasmo, al contrario: su mirada es siempre tierna y comprensible, nunca condescendiente. Su cine respira humanidad por los cuatro costados, y lo hace casi siempre en clave de tragicomedia, observando los hechos de manera desdramatizada y siempre con un cierto sentido del humor. Es algo que ya estaba presente en “A propósito de Schmidt”, “Entre copas” o “Los descendientes”. 

Hay que reconocer que Alexander Payne escribe muy bien, y que tiene buena mano para los diálogos y para el retrato de personajes. Personajes que son muy sencillos, muy cercanos, muy reales, pero al mismo tiempo llenos de matices, complejos, nunca planos o simples. Como realizador ha demostrado ser un buen director de actores, a los que sabe sacar lo mejor de sí mismos, y como cineasta tiene claro que lo más importante de una película es la historia. No importa lo simple que (aparentemente) sea, Payne es capaz de convertir la cotidianidad en una historia capaz de captar el interés del espectador. Y es capaz de llegar al corazón de ese mismo espectador curiosamente a través de las escenas más sencillas: el sobrecogedor primer plano final del rostro de Jack Nicholson llorando ante la cámara en “A propósito de Schmidt”, el fascinante diálogo a propósito del Pinot que mantienen Virginia Madsen y Paul Giamatti en “Entre copas”, las extenuantes carreras de George Clooney en “Los descendientes”….

Su último film, “Nebraska”, no es ninguna excepción a esta regla. Aunque esta vez el guion no lo firma el propio Alexander Payne sino Bob Nelson, la historia y la película son del todo coherentes con el resto de la filmografía de Payne. La película nos narra la particular odisea de un anciano que quiere desplazarse a cualquier precio a otra población del medio oeste americano para cobrar un importante premio monetario. Su hijo menor, aún a sabiendas que el supuesto premio no es sino un timo, accede a hacer el viaje con él tan solo para pasar unos días en compañía de su padre. Lo que nos muestra la película no es tanto un viaje físico como un reencuentro, el de un hijo con su padre. Un viaje que dará como resultado el acercamiento entre ambos y en cuyo recorrido se encontrarán con otros amigos y familiares de lo más peculiares.

Todo el film, en clave de road movie, gira en torno al trabajo actoral de Bruce Dern, espléndido en su papel de Woody Grant, un anciano patético a la vez que entrañable, parco en palabras y  con una inevitable tendencia a hacer caso a todo el mundo, papel por el que ha obtenido una merecida nominación al Oscar como mejor actor principal; y Will Forte, que interpreta a su comprensivo hijo. Aunque también cabría destacar a June Squibb en el papel de la mujer cascarrabias, malhablada y permanentemente malhumorada del Woody. Hay un momento tremendamente emotivo en la película en el que Payne demuestra de nuevo cuáles son sus cartas: cuando Kate da un tierno e inesperado beso en la frente a su marido, convaleciente en un hospital tras haber sufrido un desmayo, después de pasarse casi toda la película insultando y despotricando de su marido.

Mención especial merece también la esplendorosa fotografía en blanco y negro de Phedon Papamichael, cuyo tinte naturalista conecta perfectamente con el tono melancólico del film y le otorga, si cabe, una pátina de mayor realismo. Así como la música de aires folk compuesta por Mark Orton. En “Nebraska”, música, imagen e historia se conjugan de una manera perfecta.

En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? La humanidad que se siente y se respira en cada uno de los fotogramas del film. ¿Lo peor? Nada en particular.

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