Hay películas que huelen a Oscar. No es el caso de “Shame”,
película con la que se dio a conocer Steve McQueen (el director, no el actor,
evidentemente), a pesar de la entregada interpretación de su actor
protagonista, Michael Fassbender, y de la estilizada y cuidada puesta en escena
de su director. Sí es el caso de “12 años de esclavitud”, la siguiente película
de McQueen en la que repite de nuevo con Fassbender, esta vez en un rol más
secundario.
Sorprende que después de un drama urbano y contemporáneo
como “Shame”, donde se narraba el descenso a los infiernos de un adicto al
sexo, McQueen se haya decantado por una película de época como “12 años de
esclavitud”, adaptación de las memorias de un afroamericano en la época previa
a la Guerra de Secesión Americana, un hombre libre que fue secuestrado y
posteriormente vendido como esclavo para trabajar en las plantaciones de
algodón de terratenientes sureños.
“12 años de esclavitud” es una muy buena película, pero ¿una
gran película? Muchos de los elementos del film parecen estar ahí pidiendo a
gritos un premio: su cuidada ambientación, su diseño de vestuario, la propia
historia, que es de esas que se podrían definir como ‘más grandes que la vida’…
Y quizás esa intención que impregna toda la película de erigirse en el drama
definitivo sobre la esclavitud, esa conciencia de sí misma de ser una ‘película
importante’ que impregna cada fotograma, es lo que de alguna forma le resta
calidez, proximidad. Nada molesta en el film pero al mismo tiempo nada emociona
en el mismo. Y eso que McQueen no se dejar condicionar por el hecho de estar
rodando un film de época y deja su personal sello visual en cada una de las escenas
de la película. Su puesta en escena es elegante, cuidada, estilizada. McQueen
sabe cómo encuadrar y cómo iluminar una escena, y a lo largo del film hay
momentos visuales realmente bellos sin necesidad de recurrir a efectismos
baratos: McQueen no se recrea en el paisaje más allá de algunos apuntes
visuales que buscan situarnos geográficamente en la historia, no se fija en los
decorados más allá de lo necesario, no siente (afortunadamente) la necesidad de
epatar al espectador con fastuosas puestas de sol (lo cual es de agradecer).
McQueen se centra en los rostros y los gestos de los actores, explica la
historia a través de sus expresiones, sus palabras, sus miradas, y en este
sentido hay que decir que McQueen es un gran director de actores y extrae
grandes momentos de todo su reparto: Paul Giamatti, Paul Dano, Michael
Fassbender, Brad Pitt, una no lo suficientemente valorada Sara Poulson… todos
están fantásticos. Pero es justo reconocer que todo el film bascula sobre la
sentida y emotiva interpretación de un enorme Chiwetel Ejiofor, que no necesita
de histrionismos o aspavientos exagerados para hacernos llegar el dolor de su
drama (particularmente espléndido está en el momento de un funeral en el que,
pese a su resistencia inicial, acaba cantando en una suerte de misa gospel).
Curiosamente la contención de la que hace gala todo el film,
tanto en el aspecto visual (su puesta en escena aunque estilizada nunca es
efectista), como en el dramático (se evita ‘castigar’ en demasía al espectador
mostrándole el dolor y el drama que sufren los protagonistas), se contagia
también en la banda sonora, pues Hans Zimmer, compositor dado con frecuencia
a la grandilocuencia (no hay más que
escuchar las partituras, por otro lado espléndidas, de “Gladiator”, “Inception”
o “Man of Steel”), se muestra en esta ocasión extrañamente comedido, y realiza
una composición muy sutil, más atmosférica que descriptiva. Sin embargo, esa
misma contención que en general beneficia a todo el film, es al mismo tiempo la
que a ratos crea cierta sensación de insatisfacción en el espectador.
En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? La apuesta estética de Steve
McQueen en el film, estilizada pero carente de histrionismos visuales. ¿Lo
peor? Esa sensación de que el film es muy auto-consciente de ser una ‘gran
película’.

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