lunes, 23 de marzo de 2015

MUCHO RUIDO...


El mundo literario ha proveído al cinematográfico de historias y argumentos practicamente desde el nacimiento del 7º arte. Tratar de glosar los libros que han sido adaptados a la pantalla grande es una tarea poco menos que imposible, y en dicha glosa se incluirían los géneros y obras más dispares, desde la Biblia a las obras de Stephen King, pasando por los dramas de Shakespeare, las tragedias griegas, las fantasías de J.R.R. Tolkien, las novelas de aventuras de Jules Verne o Rudyar Kipling, algunas obras contemporáneas de escritores como Thomas Pynchon, Haruki Murakami o Paul Auster,  e incluso algunos libros considerados ‘inadaptables’ de autores como James Joyce, Faulkner, Nabokov, Umberto Eco  o William Borroughs.

Todo libro es apto, a priori, para ser trasladado a la gran pantalla, y directores como Paul Thomas Anderson, Stanley Kubrick, David Fincher o David Cronenberg han encontrado siempre la manera de aproximarse visualmente a la letra impresa incluso en aquellos casos que muchos vaticinaban estaban condenados al fracaso. Y si hay un tipo de libros que son terreno abonado para ser traducidos en fotogramas son los llamados betsellers, y si no que se lo digan a Stephen King o Ken Follet.

Generalmente los betsellers son los que garantizan casi siempre una afluencia masiva de público a las salas de exhibición cinematográfica, y son también los que van a sufrir de manera más evidente el desprecio de la crítica especializada, movidos en muchos casos por tontos prejuicios. Un betseller no tiene porqué ser necesariamente un mal libro, pero aunque así fuese, ¿tiene que dar pie obligatoriamente a una mala película? Yo creo que no. Es más: si el original literario es tan malo, eso da la oportunidad al director y los guionistas del film a añadir elementos que al menos aporten algún apunte de interés. Pero para apreciarlos el espectador tiene que librarse de ciertos prejuicios y mantener una cierta mentalidad abierta.

Hace algunos años, a raíz del estreno de “El código Da Vinci” la crítica se despachó a gusto con el film de Ron Howard. No voy a defender el libro de Dan Brown porque desde un punto de vista estrictamente literario es una obra simple y de escaso valor, pero al menos hay que reconocerle a su autor el haber sabido hilvanar con ingenio una teoría que no es tan original como parece (pues toma prestados muchos elementos provenientes de evangelios y libros apócrifos que, evidentemente, no son reconocidos por la iglesia oficial) pero que está expuesta con cierta gracia. El problema, como libro, de “El código Da Vinci” es que su autor invierte mucho tiempo en exponer una teoría tan inverosímil como divertida (por el hecho de tomar elementos y símbolos reales y reinterpretarlos a conveniencia, como, por ejemplo, la supuesta ‘rose line’ de la iglesia parisina de Saint Sulpice), dedicando muy poco espacio al desarrollo de una trama que se nos presenta de forma más bien poco elaborada. Vale, digamos que el libro es ‘malo’. ¿Eso hace ‘mala’ su adaptación cinematográfica? Ron Howard, su director, ni es un virtuoso de la cámara ni un realizador dotado de una particular sensibilidad o un estilo visual personal. No pasa de ser un correcto artesano. Pero a partir de un material literario tan simple y básico como es el libro de Dan Brown, el director de “Una mente maravillosa” compone un film entretenido, que no deslumbra pero que tampoco molesta, que se deja ver con agrado gracias, por un lado, a un cuidado diseño de producción que retrata con elegancia de tarjeta postal varios escenarios de Paris o Londres, y por otro a un correcto trabajo actoral a los que Howard logra comunicar su entusiasmo para arrancarles una interpretaciones cuanto menos convincentes (Tom Hanks, Audrey Tatou, Ian McKellen, Alfred Molina y Paul Bettany salen airosos de cualquier intento de crítica gracias a una probada profesionalidad). Estamos de acuerdo en que “El código Da Vinci” no pasará a la historia del 7º Arte, pero es un film correcto y que no merece la campaña de descrédito vertida contra él por críticos que posiblemente ni leyeron el libro ni vieron el film.

Un último ejemplo de adaptación de un betseller a la gran pantalla lo tenemos en el estreno reciente de la película “50 sombras de Grey” a partir de la novela de E. L. James. No he leído la novela (ni tengo interés en hacerlo), así que no puedo juzgar el film en cuento a adaptación. Lo que sé de dicha novela, a parte del hecho de que narra una historia de seducción entre un sofisticado multimillonario y una ingenua estudiante de literatura a la que introduce en el mundo de la sumisión y la dominación sexual (algo un poco más complejo que limitarlo a una relación sado-masoquista), es que es un libro que ha sido leído (y apreciado) mayormente por un público femenino que ya ha superado la adolescencia hace tiempo. Me resulta curiosa la etiqueta utilizada por algunos libreros y editores para definir el libro, la de ‘porno para mamás’, etiqueta simpática que además ha servido para favorecer su difusión entre un determinado sector demográfico, incrementando considerablemente las ventas del libro. Los comentarios que me han llegado sobre el libro de E. L. James resaltan, como ocurría con el libro de Dan Brown, su escaso valor literario y la simpleza de su trama. Partamos pues de que tenemos delante un ‘mal’ libro. Me hago la misma pregunta: ¿eso hace que automáticamente la película sea mala?

Desde su presentación en el último festival de Cannes buena parte de la crítica especializada se ha lanzado a despacharla como un film banal, tonto, simplista… Es curioso como esta vez la decepción que ha generado entre cierto grupo de espectadores tiene una motivación inversa a la que a mediados de los 80 generó el film de Adrian Lyne “9 semanas y media”. En aquella ocasión la polémica venía servida por lo que se consideraba el alto voltaje erótico de sus escenas. Visto hoy en día el film de Lyne resulta bastante inocuo y su polémica incomprensible. “9 semanas y media” adolece de una puesta en escena tan estilizada como vulgar, y su mayor logro erótico se limita a verle los pechos a la doble de cuerpo que utilizó Kim Basinger. A la postre se trata de un film naif que será mayormente recordado por el (sonrojante) momento en que Kim Basinger baila a contraluz al ritmo de la canción “You can leave you hat on” de Joe Cocker.

La polémica que ha despertado estas “50 sombras de Grey” obedecen justamente a lo contrario, es decir: a la ausencia de un mayor contenido erótico presente (se supone) en la novela original. La verdad es que las escasas escenas de sexo del film resultan más bien ingenuas,  filmadas con una pretendida estilización que lejos de provocar lo que hacen es restarle punch visual a la escena, y dando como resultado un film cuyo erotismo es más bien aséptico. Pese a todo el trabajo de la directora, Sam Taylor-Wood, detrás de la cámara es correcto, carente de personalidad, pero tampoco molesto. Es cierto que hay aspectos que podrían discutírseles al film, pero estos (intuyo) están ya presentes en la novela original. Primero: Grey es un personaje que ha orientado sus gustos sexuales hacia el mundo de la dominación, el bondage y el sado-masoquismo; aunque buena parte de la sociedad ‘biempensante’ actual pueda interpretar dichas conductas como desviaciones de lo que se considera una ‘relación sexual normal y sana’, yo creo que tenemos que mantener una mentalidad más abierta y asumir que dichas conductas no son más que apuestas personales por parte de individuos maduros, conscientes de sus actos y que las asumen con responsabilidad. Podemos verlas como ‘atípicas’, si tenemos en cuenta que no son prácticas mayoritarias, o incluso como ‘originales’, pero no me parece correcto verlas como desviaciones o anormalidades. Por ese motivo a mí me resulta un tanto molesto el hecho de que se insinúe en un momento del film que Grey ha sufrido abusos en su infancia y que dichos abusos son los que le han llevado a orientarse hacia una práctica sexual que el film insiste en mostrarnos como ‘oscura’. Acepto que quieran mostrar el mundo de la dominación como ‘exótico’, y por lo tanto seductor y fascinante, pero ¿es necesario justificarlo aludiendo a experiencias traumáticas?

Otro elemento cuestionable en la trama es el hecho de que Grey trata de seducir a Anastasia mostrándole un mundo de seducción y prácticas sexuales que ella no conoce, pero en el fondo lo que el espectador intuye es que lo que realmente atrae a la chica no es el bondage o el juego de sumisión/dominación, sino el modus vivendi del multimillonario Christian Grey. Grey le regala un portátil Mac de última generación, un deportivo de lujo, la saca a pasear en un helicóptero privado… Lo que atrae a Anastasia no es el sexo sino el lujo. Hubiese sido mucho más interesante si la autora del libro hubiese hecho de su Christian Grey un simple obrero, despojando así la relación entre él y Anastasia de cualquier elemento superfluo, centrándola pues únicamente en el elemento sexual. No cuestiono la película por mantenerse fiel a la novela, sino a la novela por no haber arriesgado más. En el fondo lo que acaba proponiendo la novela de E. L. James no es sino una puesta al día de “Pretty Woman”, con menos humor pero con más sexo.

La directora del film declaró desde un inicio que su intención no era ni mucho menos rodar “La vida de Adele”, dejando claro que no iba a ver desnudos frontales ni escenas de sexo demasiado explícito, pero la forma en como rueda los momento eróticos,  esquivando torpemente el mostrar más de lo que la ‘decencia’ permite, redunda en la asepsia general del film. Si uno asume que estamos ante un film romántico antes de que ante uno erótico, entonces este se deja ver con agrado, pero aquellos espectadores que busquen algo más de carne se verán considerablemente decepcionados. Y es que nadie pedía que se filmase un film softcore, pero algo más de piel y algo más de intención no hubiesen perjudicado la película. Sorprende incluso como el compositor Danny Elfman, usualmente ligado a la filmografía de Tim Burton y que lleva unos años de franca decadencia creativa, nos ofrece una partitura anodina y harto convencional, carente por completo de la sensualidad que demandaba el film, aunque también es cierto que el abuso de canciones supuestamente sensuales (de las que ninguna destaca por mucho que estén presentes los nombres de Annie Lennox, Beyoncé, Sia o Jessie Goulding), dejan poco margen a Elfman para desarrollar una partitura con más entidad.

Quizás el elemento más dispar del fil se encuentre en el trabajo actoral. Toda la película gira en torno a los dos protagonistas, de manera que el resto de secundarios quedan reducidos a una presencia meramente anecdótica en la mayoría de los casos. Pero en este film contrasta enormemente la entrega de Dakota Johnson dando vida a la ingenua Anastasia Steel con la evidente desgana con que Jamie Dornan aborda el papel de Christian Grey. A Grey se le describe en un momento determinado como intenso e intimidante, y presupone que tiene que ser un tipo seductor, seguro de sí mismo, un punto arrogante y hasta cierto punto amenazador. Lo que exigía este papel es un actor carismático, y el carisma que destila Dorman, modelo de Calvin Klein reciclado a actor y que ha intervenido en papeles secundarios en series como “Érase una vez” o “The Fall”, es nulo. Su expresión de niño bueno no juega para nada a su favor y su falta de tablas le limita considerablemente a la hora de extraer matices a su personaje. Algunos de los diálogos del film resultan considerablemente afectados, y sin un actor capaz de dotar esas frases de un mínimo de intensidad para hacerlas creíbles, es inevitable que suenen un tanto ridículas. El problema de Dorman es que carece por completo de intensidad y actúa, se mueve y recita sus diálogos de manera automática, sin ganas. Supongo que el actor vio en el papel una catapulta a la fama que le abriría las puertas a otro tipo de producciones en la gran pantalla, pero ¿por qué aceptar un papel de alto contenido erótico imponiendo una clausula en un contrato que te protege de mostrar más de lo que tu pudor te permite?

Posiblemente Dakota Johnson también haya asumido su papel de Anastasia como un trampolín, pero al menos se ha entregado a él por completo y su interpretación es lo mejor y lo más sincero que nos ofrece este film. Al margen de mostrar, no sin cierto recato, su cuerpo, es en los gestos y expresiones de chica ingenua, temerosa e inexperta donde Dakota se muestra más convincente.

“50 sombras de Grey” es  un film que tiene muy claro a qué tipo de público va dirigido, y consciente de ello suaviza intencionadamente el contenido sexual de la novela en la que se inspira. No sería erróneo asumir que tanto su directora como su pareja protagonista se hayan planteado su participación en él como una mera plataforma para darse a conocer, pero al menos es de agradecer que lo hayan hecho con cierta profesionalidad. Al igual que comentaba más arriba a propósito de “El código Da Vinci”, estas “50 sombras de Grey” no pasarán a la historia de 7º arte, pero no es una película tan mala como algunos críticos y comentaristas insisten en hacernos ver.

En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? La convicción con que Dakota Johnson se enfrenta a su papel. ¿Lo peor? La insulsez con que Jamie Dorman afronta el suyo.

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