Con menos frecuencia de lo que debería el cine español nos ofrece de vez en cuando alguna grata sorpresa, y la última, en mi opinión, es “La isla mínima” de Alberto Rodriguez. No he visto ninguno de los anteriores largometrajes de este director (el anterior fue ”Grupo 7”, estrenada en el 2012), pero viendo este último puedo afirmar que apunta muy buenas maneras.
“La isla mínima” se inicia con la investigación de la
desaparición de un par de adolescentes en las cercanías del Coto de Doñana, en
septiembre de 1980 y por lo tanto en los primeros años de la transición
española. El marco físico e histórico permite pues establecer un juego de
contrastes a varios niveles: por un lado entre la pareja de policías
provenientes de Madrid, con una mentalidad (aparentemente) más abierta y
progresista, y los habitantes del pueblo donde se han producido las
desapariciones, más incultos y cerrados; pero también un inteligente juego de espejos
entre aquellos que abrazan las nuevas corrientes democráticas y liberales que comenzaban
a aparecer en la España de aquellos años, y aquellos que aún se aferran con
nostalgia a los últimos reductos del franquismo.
Hay quienes se han apresurado a establecer comparaciones entre
este film y una de las últimas sensaciones televisivas de la temporada, la
serie “True Detective” creada por Nic Pizzolatto para la cadena HBO. Y razones
no les faltan, pero también es justo recordar que el film de Alberto Rodriguez
comenzó a rodarse cuando la serie aún no se había emitido.
Aprovecho para hacer un inciso a propósito de “True
Detective”, ya que si bien es cierto que en los últimos años la televisión
(americana y británica fundamentalmente) nos viene ofreciendo productos de
elevada calidad que poco tienen que envidiar a muchas producciones cinematográficas,
también es cierto que la mayoría de ellos basan su excelencia en la elaboración
de sólidos guiones o ajustados trabajos interpretativos, incluso en un
elaborado diseño de producción, pero no tanto en su puesta en escena, que
mayormente se decanta por el clasicismo sin apostar tanto por el riesgo
estilístico. Naturalmente hay excepciones en las que la apuesta argumental va
acompañada de una más elaborada puesta en escena, y eso ocurre cuando pones
detrás de la cámara a estetas del calibre de Martin Scorsese (dirigió el piloto
de “Broadwalk Empire”), David Fincher (hizo lo propio con “House of cards”) o
Joji Fukunaga (encargado de dirigir todos los episodios de “True Detective”),
plantel al que yo añadiría los directores de una de las más excéntricas,
bizarras y visualmente apabullantes series de culto de los últimos años: la
británica “Utopia”. En este sentido “True Detective” comparte muchos puntos en
común con “La isla mínima” y uno de ellos es precisamente su estilizada puesta
en escena. Si “True detective” llegaba al paroxismo en su episodio cuarto con
un magistral plano secuencia de más de 6 minutos, “La isla mínima” lo hace con
una magnífica escena de persecución nocturna a un Citroen Dyane 6 que mantiene
en vilo al espectador.
Ambos relatos tienen como protagonistas una pareja de
investigadores (Matthew McNoaughey y Woody Harrelson en la serie “True
detective”, Raúl Arévalo y Javier Gutierrez en “La isla mínima”); ambas
historias se vertebran sobre la relación personal/profesional entre ambos
compañeros de trabajos, y ambas consiguen una espléndida química actoral en sus
protagonistas; ambas parten de la investigación de un crimen en una zona rural;
ambas desarrollan su acción en un terreno agreste, húmedo, y a la vez hostil:
en “True Detective” se trata de los pantanos de Mississippi y la pareja de
detectives deberá lidiar con los muy conservadores y reaccionarios habitantes
locales, para los que la Biblia y la palabra de Dios está por encima de
cualquier ley dictada por el hombre; los protagonistas de “La isla mínima”
llevarán su investigación a las marismas del Coto de Doñana, en una época en la
que todavía colean los últimos estertores del franquismo; también ambas
historias se desarrollan en un contexto histórico y político muy determinado y
ambas se permiten hacer un lúcido análisis social a través de las actitudes y
posturas que adoptan tanto los protagonistas como el resto de secundarios; y
también ambas historias llegarán a una resolución final ambigua, desencantada y
triste, dónde nada es concluyente y nada parece haber quedado resuelto.
“True detective” no ocultaba sus influencias lovecraftianas,
e incluía sobretodo en su episodio final ciertos apuntes que apostaban por un
misticismo ambiguo y velado; “La isla mínima” descarta cualquier tipo de
explicación sobrenatural y adopta una postura más realista en su resolución,
pero en ambos casos deja un poso de amarga insatisfacción en el espectador, no
por la resolución adoptada (desde mi punto de vista brillante y perfectamente
coherente en ambos casos), sino por el hecho de que intuimos en ambos casos que
el verdadero culpable continúa en libertad, y que muchas preguntas en torno al
misterio que plantean no han sido respondidas. Un final triste y agridulce en
perfecta consonancia con el tono crepuscular de ambas historias.
No son pocos los aspectos destacables del último film de
Alberto Rodriguez. En primer lugar nos encontramos con un ajustado reparto en
el que brillan con luz propia la pareja de investigadores formados por Javier
Gutiérrez y un convincente Raúl Arévalo, al que hasta ahora teníamos asociado
siempre a papeles de comedia, y que aquí da vida a un personaje lacónico, poco
hablador, pero capaz de expresarlo todo con una simple mirada. Y si bien la
pareja formada por Gutierrez y Arévalo es tan intensa que llegan a eclipsar al
resto del reparto, no por ello puedo dejar de comentar la tristísima mirada de
Nerea Barrios en una sentida interpretación o la solvencia habitual de Antonio
de la Torre. ¿La última ‘promesa’ del cine español, Jesus Castro? De momento,
‘el niño’, no pasa de ser una cara bonita. Su magnética mirada no oculta su
falta de experiencia y su escasa expresividad. El tiempo dirá si se acaba
convirtiendo en un actor de verdad o en un diletante más que luce palmito y se
interpreta a sí mismo.
Destacaba más arriba la estilizada puesta en escena de su
director Alberto Rodriguez, pero no es justo hacerlo sin reconocer la
complicidad absoluta que logra con su director de fotografía, Alex Catalán, que
no solo logra crear una atmósfera malsana y enrarecida a lo largo de todo el
film, algo particularmente reseñable si tenemos en cuenta que la película se
desarrolla mayormente en los parajes abiertos y luminosos de Doñana, sino que
además aporta el necesario poso de terror a escenas tan brillantes como es la
de la persecución nocturna del Citroen Dyane, o la del enfrentamiento con
(¿uno?) presunto asesino bajo la lluvia, hacia el final de la película. Alex
Catalán añade además apuntes de rara e inquietante belleza en esos maravillosos
planos cenitales que salpican parte del metraje y que abren los títulos de
crédito del film, planos nada gratuitos, cargados de información, y que van más
allá del mero ejercicio esteticista.
Pero ni su cuidada puesta en escena ni su esplendorosa fotografía
servirían de nada si no estuviesen apoyados en un sólido e inteligente guion
que va mucho más allá de la anécdota que sirve de premisa de arranque al film,
y que se inspira vagamente en el tristemente famoso caso de las niñas de
Alcaser. Precisamente el juego de contrastes que se estable entre los dos
protagonistas enriquecen aún más si cabe los diferentes niveles de lectura del
film: uno de esos protagonistas, el interpretado por Arévalo, es un idealista
que ha abrazado los vientos del cambio democrático, pero al mismo tiempo es un
policía con escrúpulos, al que no solo le incomoda cualquier transgresión
formal o ética que pueda cometer su compañero, sino al que le revuelve el
estómago (literalmente) observar la escena de un crimen; su compañero, por el
contrario, es un policía más duro, curtido, pero poco disciplinado y con un
poco claro pasado, un policía que hace uso de la brutalidad, que bebe estando
de servicio, aquejado por algún tipo de dolencia (¿fruto quizás de sus
excesos?), pero que al mismo tiempo adopta una actitud ‘justiciera’ a la hora
de investigar el asesinato de unas adolescentes inocentes. Pese a todo, ese turbio
policía, que descubriremos que tiene un pasado vinculado al régimen franquista,
defenderá y protegerá a su (más liberal, ¿quizás más socialista?) compañero
hasta la muerte, dejando claro su inquebrantable sentido del compañerismo. Nos
encontramos pues con un choque de personalidades que en fondo se corresponde
con un choque de posicionamientos políticos, y aun así ambos personajes se
mueven en una escala de grises y nada es enteramente ni blanco ni negro en lo
referente a sus actitudes: el turbio e indisciplinado personaje interpretado
por Javier Gutiérrez tiene un cierto sentido de la justicia y busca resolver el
crimen por todos los medios posibles; en cambio el aparentemente más noble
interpretado por Arévalo llegará al final del film a la conclusión de que todo
está podrido y no siempre es posible, o incluso conveniente, resolver un
misterio. El triste final del film deja un cierto regusto amargo: ¿de verdad
han atrapado a los verdaderos culpables de los crímenes? El policía
supuestamente franquista (el interpretado por Gutierrez) cree que sí, pero su
aparentemente más noble compañero (Arévalo) sabe que no, es consciente que hay al
menos un culpable que aún está libre, demasiado poderoso quizás para poder ser
imputado en un crimen escandaloso y sórdido. Ese mismo personaje también es
consciente del turbio pasado de su compañero, un pasado vinculado a un ideario
político que desprecia y le repugna, pero a pesar de todo él sabe que ha
conseguido titulares en los periódicos, que esos titulares le han aportado
fama, reconocimiento, promoción laboral… le han convertido en un héroe. ¿Se
arriesgará a perderlo todo por tratar de llegar al final del misterio y sacar a
la luz a todas las partes implicadas? El juego de miradas entre los dos
protagonistas al final del film lo dice todo.
En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? Todo. ¿Lo peor? Que el cine
español no ofrezca más cine de género y ejercicios de estilo de este calibre.
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