Pese a su juventud, Paolo Sorrentino es un director que ya
comienza a hacerse un nombre en la industria del cine europeo. Debutó en el año
2001 con la película “L’uomo in più”, que le granjearía el aplauso de la
crítica. En el año 2004 consigue los premios David di Donatello al mejor
director, mejor película y mejor guion por “Las consecuencias del amor”. De
nuevo en el 2008 consigue la atención de la crítica con “Il divo”. Pero la
consagración definitiva le llegaría en el año 2013 con “La gran belleza”,
ganadora además del Oscar a la mejor película extranjera de ese año.
Cuando hago un análisis de una película me gustar ponerla en
contexto, analizarla en relación al resto de la filmografía del autor, tratar
de adivinar cuáles son sus constantes, sus filias, sus fobias… No he visto
ninguno de los anteriores films de Sorrentino antes de “La Giovinezza” (o
“Youth”, “Juventud”, como se ha titulado en la mayoría de países, pues ha sido
rodada originalmente en inglés), así que no puedo contextualizarlas como me
gustaría. Pero lo que sí puedo decir es que este último film suyo, que llega
ahora a nuestras pantallas, no solo me parece extraordinario, sino que además
me ha despertado las ganas de acercarme a las anteriores películas del director
napolitano.
No resulta fácil hablar de “La giovinezza”, pues es un film
que ofrece muchas interpretaciones y que da pie a muchas lecturas. La historia
podría parecer muy simple, inocua incluso, pero no lo es en absoluto. Un viejo
compositor y director de orquesta, ya jubilado, pasa sus vacaciones en un
hotel-balneario de los Alpes Suizos, donde coincide con un viejo amigo,
director y guionista de cine, que aprovecha su retiro vacacional para escribir
el guion del que espera sea su testamento cinematográfico. Los dos viejos
amigos aprovecharán para mantener largas conversaciones acerca del pasado
vivido y del futuro incierto. En dicho retiro el compositor recibirá la visita
de su hija, a la que su marido acaba de dejar por otra mujer, marido que para
más señas es hijo del director de cine. También intercambiarán encuentros con
otros curiosos personajes: un joven actor que se prepara para interpretar un
papel de especial complejidad, un maduro entrenador de alpinistas que trabaja
para el hotel, el grupo de jóvenes guionista que colaboran con el director, una
joven masajista, una prostituta…
No son pocos los elementos que hacen de éste un film
verdaderamente especial y que merece ser estudiado con detenimiento. El más
obvio, sin duda, el trabajo actoral. Michael Caine, en la piel del director de
orquesta retirado, está simplemente INMENSO, capaz de transmitir todo un rango
de emociones con el más mínimo gesto, haciendo uso de un absoluto control
gestual que lejos de trasmitir frialdad o contención, en el fondo lo que hace
es esconder una turbia fragilidad. No menos extraordinaria resulta Rachel Weisz
en el papel de su hija, en una interpretación cargada de emotividad. Hay un par
de momentos absolutamente prodigiosos en el film: el primero se inicia con una
conversación en el balneario del hotel, con un tímido intento del compositor de
acercarse a su hija, al cual ella responde con un largo discurso cargado de
dolor y reproche; Weisz aguanta un largo plano fijo en el que habla sin mirar
directamente a la cámara, la vista perdida en el techo, y en el que suela un
largo monólogo en el que le reprocha a su padre que nunca fue capaz de ejercer
como tal, y recita el diálogo conteniendo el gesto pero incapaz de impedir que
una única lágrima escape de sus ojos. ¡Extraordinaria! Poco más tarde será ella
la que, quizás movida por el remordimiento, trate de iniciar un acercamiento
hacia su padre, pero en esta ocasión será el quién frene el acercamiento de
ella, y no por rabia o rencor, sino desde la más absoluta lucidez y una
irreprochable sinceridad. Es ahí donde Michael Caine hace uso de toda su clase
británica para mantener su placidez, su meditada e intencionada contención,
logrando así la empatía del espectador sin que éste pueda hacer reproche alguno
a su gesto. Simplemente magistral. Pero no sería justo olvidar a un fantástico
Harvey Keitel en un personaje que destila humanidad, e incluso a un comedido
Paul Dano en la piel de un afectado actor, papel que podría haber bordeado el
amaneramiento pero que Dano sortea hábilmente. Y como guinda, una inesperada Jean
Fonda, en un rol que es casi una caricatura y que tiene mucho de irónico si
pensamos que está interpretado con absoluta convicción por una actriz que fue
durante mucho tiempo una anti-diva.
Hablaba del extraordinario trabajo actoral de este film,
pero dicho trabajo no habría sido posible sin un guion sólido, rico y complejo
como es el de “La gionivezza”. Y aquí llegamos al 2º punto que merece la pena
ser reseñado en esta última película de Paolo Sorrentino: su guion. Estamos
ante una obra de tal riqueza que invita a reflexiones de muy distinta índole.
¿De qué va realmente “La giovinezza”? En una primera lectura podríamos
argumentar que su título, “La juventud”, está cargado de ironía, pues de lo que
nos habla de la vejez, pero eso no solo no es cierto, sino que sería quedarse
con una visión muy limitada del film. La película nos habla sobre todo del
anhelo de la juventud, pero no únicamente de la juventud entendida como edad,
sino de la juventud entendida como sentimiento, como estado de ánimo. El
personaje de Michael Caine se lamenta a lo largo del film de la juventud
perdida, pero porque con ella ha perdido su capacidad de amar (a su esposa, a
su hija…) y también su capacidad de crear. Por ello resultan tan desesperados
sus intentos de acercarse sentimentalmente a su hija, y por eso resultan tan
patéticos sus intentos de lograr una confesión de su amigo director: busca a
toda costa que él le confiese que se acostó con su amor de adolescencia, porque
eso justificaría su propio fracaso al no lograr conquistarla. Cuando al final
descubra la verdad se dará cuenta que el fracaso es únicamente debido a su
propia cobardía, a su propia incapacidad, pero ese mismo reconocimiento es lo
que le dará el valor para afrontar el momento más doloroso de su vida y su
carrera: cuando su esposa, para la que compuso su obra más célebre, perdió la
capacidad de cantar, y por lo tanto él perdió la capacidad de amar. El momento
que el Michael Caine confiesa los verdaderos motivos por los cuales se niega a
dirigir un concierto sobre sus composiciones más célebres, es sencillamente sublime,
pues está cargado de emotividad, pero carece por completo de gestos banales o
excesivos. Y es sublime precisamente porque es entonces cuando logra conectar
de verdad con su hija, y encontrarse de nuevo como padre e hija.
No obstante, este film, pese a su soterrada carga emocional,
no carece de apuntes de sutil ironía. Hay una extraña comunión entre el viejo
compositor y el joven director, pues ambos son reconocidos popularmente por sus
obras menos valoradas a título personal; hay auténtico vitriolo en el diálogo
que mantiene el actor con una miss universo, que desvela que la belleza puede
ir acompañada de inteligencia, y que la mordacidad puede esconder frustración;
hay también cierta ironía en el acercamiento de la hija del compositor hacia el
alpinista, menos agraciado que el esposo que le acaba de abandonar, del mismo
modo que este último ha abandonado a su mujer por una vulgar estrella del pop
por motivos que acabarán desvelándose como risibles; hay un intencionado
sarcasmo en la forma en como es retratada la relación de una pareja madura
incapaz de comunicarse: la primera vez que lo hacen en el film ella de propina
una sonora bofetada a él en público; la segunda vez ella cede de forma tan
sonora como gozosa a los avances sexuales de su marido, ante la divertida
mirada de unos pícaros Caine y Keytel. La película atesora diálogos
brillantísimos, auténticas perlas de sabiduría que hablan del paso del tiempo y
de cómo éste afecta al amor, no solo el amor físico o sentimental, sino el amor
en abstracto, entendido también como expresión del arte. Sería demasiado largo
citarlos todos en este artículo, pero aparte de las 2 citadas conversaciones
entre Caine y Rachel Weisz o la que mantiene Paul Dano con Miss Universo, se me
ocurre la respuesta de una jovencísima masajista del hotel ante la pregunta de
por qué prefiere comunicarse con las manos: “porque no tiene mucho que decir”.
Comentaba antes que, en mi opinión, el gran tema de esta
película es el paso del tiempo y como ésta afecta al Amor y la Arte. En este
sentido el personaje de Michael Caine es un viejo compositor retirado que
recuerda con añoranzas las frustraciones de su juventud; el director que
interpreta Harvey Keitel contempla su pasado y mira al futuro con la intención
de legar un último testamento cinematográfico que redima su figura creadora; la
vieja diva que interpreta Jean Fonda se aferra artificiosamente a una juventud
que se le escapa para reivindicar su papel de ‘mujer hecha a si misma’; la
vieja estrella del futbol interpretada por Roly Serrano, un suerte de
caricatura/remedo de Maradona, al que el paso del tiempo le ha robado su vigor
y su salud, y que sobrevive ligado a un balón de oxígeno y la ayuda permanente
de su esposa y asistentes; el actor al que da vida Paul Dano… El exmarido del personaje
de Rachel Weisz, quizás aquejado de un incipiente complejo de Peter Pan, abandona
a su mujer con una emergente diva pop que le permita reverdecer laureles; por
el contario su mujer, al verse abandonada, se lanza finalmente a los brazos de
un hombre más maduro, que le pueda aportar la seguridad que necesita para
afrontar su futuro con el vigor de una juventud renovada (bastante ilustrativa
es la romántica escena en que vemos a ambos colgados de un precipicio con
cuerdas de escalar). Y entre otros personajes que deambulan por el hotel
tenemos a una jovencísima prostituta, a la que su madre acompaña a trabajar,
que se dedica a dar placer a unos ancianos que han visto tiempos mejores; a una
exultante Miss Universo que ilustra de manera bastante obvia la exuberancia de
la juventud; a una maduro matrimonio, incapaces de comunicarse verbalmente en
un entorno socialmente aceptable y de acuerdo a su posición, pero que son
capaces de encontrar su verdadero yo cuando se abandonan a su lado más salvaje…
Todo esto nos lleva a fijarnos en el tercer aspecto del film
que quiero destacar: su puesta en escena. Sorrentino es consciente de que
maneja un pequeño grupo de protagonistas (el compositor, que sobrelleva el peso
principal del film, su amigo/¿amante? y su hija), pero también un elenco de
secundarios más o menos episódico pero que aportan su peso específico a la
historia: el actor, la miss universo, la masajista, la prostituta, el
escalador, el exmarido, la diva, el grupo de guionistas, la estrella pop, el
matrimonio que no se comunica, la vieja estrella del futbol... Todos esos
personajes entran y salen de escena en el momento preciso, para ampliar y
enriquecer el discurso del film. En este sentido la puesta en escena de
Sorrentino puede parecer muy sobria, pero es extremadamente calculada.
Sorrentino saca un gran partido del paisaje de los Alpes Suizos, captando su
belleza pero sin apabullar al espectador con las consabidas ‘tarjetas
postales’. Al mismo tiempo rehúye el verismo para adoptar un discurso formal en
muchos momentos próximo al realismo mágico. En este aspecto tienen una singular
y excéntrica belleza algunas de las imágenes del film, como aquella en que
Michael Caine dirige un ‘concierto pastoral’ de vacas con sus cencerros, o
aquella otra en que el monje budista alojado en el hotel consigue levitar, don
que el propio Caine se niega a atribuirle, pero que el monje exhibe en privado,
alejado de la vista de otros, pues es un momento íntimo, de trascendental
belleza, que no necesita ser compartido. Asimismo, todo el film está salpicado
de escenas de carácter costumbrista que describen la vida de los huéspedes del
balneario, tanto la parte que exhiben públicamente (en las piscinas del hotel, camino
del balneario, tomando el sol…) como la que ocultan y mantienen en secreto (la
masajista ensayando bailes ante un televisor, el marido despidiendo a la
prostituta con la que acaba de acostarse…). Son flashes breves, bellamente
encuadrados e iluminados, que vienen a mostrarnos las interioridades de ese
hotel-balneario en el que discurre la película como si se tratase del mecanismo
interior de un reloj, que funciona con absoluta precisión suiza. De hecho, como
queriendo potencias el aspecto mecánico de esas imágenes, Sorrentino las filma
en muchas ocasiones con planos estáticos o a cámara lenta y mostrando
movimientos repetitivos.
Hay humor, ternura, ironía, melancolía, emoción y tristeza
en este film. También hay belleza, y mucha. Y sobre todo una invitación a
reflexionar sobre el paso del tiempo, sobre el amor, sobre el arte, sobre el
compromiso ante todas esas cosas. Habrá quien, ante el éxito de crítica de “La
gran belleza”, tratará de ver en esta una obra mejor. No he visto aquella y no
puedo decir si ésta es mejor o peor película. Solo puedo decir que es una obra
extraordinaria y una de las mejores que he visto este año.
En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? Su poética visual y su
riqueza argumental. ¿Lo peor? Que habrá un público que no sabrá valorarla como
merece.

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