Yo conocía “Otra vuelta de tuerca”, relato de Henry James
que publicó en 1898 con el título original de “The turn of the screw” por la
sublime adaptación cinematográfica que dirigió Jack Clayton en 1961 con el
título de “The innocents”, “Los inocentes”, y que España conocimos bajo la poco
ortodoxa traducción y el más enfático título de “¡Suspense!”. Y digo sublime
porque ya el film, que contaba con un inteligentísimo y sugerente guion de
Truman Capote y William Archibald, una dramática fotografía en blanco y negro
de Freddie Francis, y un trabajo detrás de las cámaras que potenciaba el efecto
atmosférico del relato, me pareció en su día una auténtica maravilla. Acabado
de leer el no menos maravilloso relato original de Henry James, me permito
constatar que como adaptación el film de Clayton es, además, modélico.
“Otra vuelta de tuerca” nos narra la historia de una institutriz
(excepcionalmente interpretada por Deborah Kerr en el film de Clayton) que es
contratada por un aristócrata de Londres para que se haga cargo del cuidado de sus
dos sobrinos, Miles y Flora, de 10 y 8 años respectivamente, y que viven con
una ama de llaves y otros criatos en una vetusta y algo lóbrega mansión
victoriana en la campiña inglesa, alejados de la ciudad. Aparentemente los
niños se encuentra bajo la influencia de un pasado inmediato en el que la
anterior institutriz, la señorita Jessel, y Peter Quint, el criado y ayudante
de cámara del patrón, mantenían una turbia relación. La muerte de la
institutriz y el criado en circunstancias nunca aclaradas parecen haber dejado
en ellos una huella indeleble. La nueva institutriz comienza a percibir la
presencia de lo que podrían ser los fantasmas de Quint y la señorita Jessel, y
en la creencia de que tratan de perjudicar a los niños, decide tratar de ayudarlos.
Uno de los aspectos del relato de Henry James que marcan un
antes y un después en cuanto a historias de fantasmas, es el hecho de que la
novela plantea una doble lectura. La ambivalencia en cómo está narrada permite
que pueda ser interpretada de dos formas diferentes: o bien los fantasmas que
ve la institutriz existen realmente, o bien son solo producto de su
imaginación. La institutriz es la única voz narradora de la historia (obviando
un pequeño prólogo al inicio de la misma), y por lo tanto ésta se nos presenta
desde su único punto de vista. Es este personaje el que trata de convencernos
de la veracidad y las apariciones que ve, y por lo tanto cabe siempre la duda
de que las haya creado de la nada, fruto de una fértil imaginación. El relato
nunca nos ofrece una conclusión clara, y de esta forma la respuesta a la
pregunta de si los fantasmas existen o no fuera de la cabeza de la
protagonista, podría ser afirmativa y negativa a la vez.
Si nos guiamos por la única voz narrativa a la cual el
lector puede aferrarse, podríamos concluir que los fantasmas existen en sus dos
formas, dentro y fuera de ella. Ella está convencida de que sus visiones son
reales y del mismo modo trata de convencer al resto de personajes, los niños y
el ama de llaves (y por tanto también al lector), que dichos fantasmas existen.
Esos otros personajes niegan su existencia, pero la institutriz supone que lo
hacen motivados por represiones o trastornos emocionales, y que intentan con su
negación disimular su angustia interna. Así pues ella llega a la conclusión,
errónea o no, de que tratan de convencerla de que no ven nada.
El título original, si bien en el prólogo se alude a que ‘otra
vuelta de tuerca’ alude al echo poco común de que un fantasma trate de
aparecerse a unos niños pequeños, en realidad podría interpretarse como que ‘otra
vuelta de tuerca’ sería re-interpretar la historia abrazando la idea de que
dichos fantasmas no son sino un mero producto de la imaginación de la mujer,
pues ella es la única que realmente experimenta dichas apariciones fantasmales,
o visto de otro modo: la única que sufre de serias perturbaciones mentales.
¿Qué argumentos servirían para defender esta tesis?
- Se alude al hecho de que ella es hija de un pastor anglicano, y por lo tanto podría estar sometida a cierto tipo de represiones;
- Ella también muestra tensiones cuando llega a la mansión a causa de la diferencia social:
- Cuando conoce al patrón, el tío de los niños, ella queda en cierto modo impresionada, podríamos decir que incluso sufre un enamoramiento;
- Ella siente la presión por caer y llevarse bien con los habitantes de la mansión;
- Al poco tiempo de llegar a la mansión recibe una carga que habla de la expulsión de Miles del colegio, pero ha recibido instrucciones de no molestar a su tío y debe tomar decisiones al respecto.
Es admirable como Jack Clayton, contando con la complicidad
de una soberbia Deborah Kerr, un inspiradísimo Truman Capote adaptando el
relato original y un excepcional Freddie Francis en la iluminación, son capaces
de transmitir al espectador toda la ambigüedad del relato. En su traslación a
la pantalla los fantasma de Quint y la señorita Jessel no se ven más de lo
necesario, siempre de manera sesgada, confusa, jugando así con las sensaciones
del espectador para tratar de transmitirle la idea de que podrían no ser más
que el producto de una imaginación enferma. Ese tipo de ambigüedad que tan
hábilmente trabaja Henry James en su novela, es un recurso que es mucho más fácil
de trasmitir en un relato escrito que no en una película, pues al trasladar la
historia a imágenes, a veces se hace necesario explicitar determinados aspectos
de un relato, que inicialmente aparecían solo como sugeridos, para así
facilitar la compresión del espectador. Es decir: el escritor, por su lado,
cede la voz a su protagonista, de forma que el lector se ve obligado a
interpretar su narración; éste podrá concluir, según su apreciación personal,
que los fantasmas existen o no. Por el contrario el director de cine se
encuentra con un dilema difícil de resolver: si muestra a los fantasmas, hacer
reales las visiones y por lo tanto obliga al espectador a concluir que la protagonista
los ve porque está ahí; si por el contrario opta por no mostrarlos en absoluto,
el espectador carece de un elemento visual al que agarrarse y por fuerza
concluirá que no existen en absoluto y son solo producto de la imaginación de
la mujer. Hay que decir que Jack Clayton salió bastante airoso del brete,
jugando siempre con la ambivalencia del relato, apostando por una fotografía
contrastada, casi expresionista, que sugiere más que muestra
Sin embargo no es solo el juego entre lo que es real y lo
que es ficticio lo que hace de “Otra vuelta de tuerca” un relato excepcional, pues
se trata de una novela con una fuerte carga psicológica y sexual.
Para empezar tenemos a una joven institutriz, hija de un
pastor anglicano, y que posiblemente haya recibido en su infancia una educación
fuertemente represora. No solo se espera de ella que de muestra de una moral
intachable, sino que además las presiones sociales de la época le obligan a
mostrar una actitud siempre recatada, discreta. No se le permite mostrar sus
sentimientos, sino que debe mantener estos siempre bajo control. Cuando conoce
por primera vez al tío de los niños se siente francamente abrumada. Éste es descrito
como un individuo aristocrático, de poderosos atractivo y carismática
presencia, así que es normal que ella sienta de inmediato una suerte de
enamoramiento, aumentado además por la diferencia de clases, pues la riqueza y
la posición social de él lo convierten a ojos de ella en un ser inalcanzable.
Sin embargo él se muestra seco y tajante con ella, la contrata para hacerse
cargo de sus sobrinos en calidad de institutriz y se solicita claramente que no
se ponga en contacto con él, que no le moleste bajo ningún concepto y que tome
sus propias decisiones en cuanto a la educación de los niños. Así pues él está
frenando cualquier posible avance sexual por parte de ella, aumentando así la
frustración de la mujer.
Cuando llega a la mansión conocerá primero a la niña, Flora,
encantadora e inocente, y poco después conocerá al niño, Miles, que ha sido
expulsado del colegio por causas no del todo claras. Ella sabe que no puede
molestar al tío y que se ve obligada a tomar decisiones al respecto, lo cual
ejercerá una creciente presión sobre ella. Al mismo tiempo conocerá la historia
de la anterior institutriz, la señorita Jessel, que aparentemente vivió una
turbia relación amorosa con Peter Quint, antiguo ayudante de cámara del tío de
los niños. Ambos fallecieron en circunstancias nunca aclaradas, lo que
alimentará la idea en la institutriz de que sus fantasmas aún habitan en el
lugar y tratan de ejercer su malsana influencia en los dos niños. Todo ello
será caldo de cultivo para que la institutriz cree una elaborada fantasía sobre
fantasmas con el único fin de tener una excusa para contactar con su tío y así
llamar su atención. Nunca llegará a hacerlo porque constantemente se debate
entre su sentido del deber (la obligación de hacerse cargo de sus
responsabilidades), su necesidad de complacer el tío (éste le pidió
expresamente que no le molestase bajo ningún concepto) y su deseo de volverle a
ver. La tensión acumulada y la represión fruto de su educación religiosa se
conjugarán precisamente para dar lugar a una fantasía paranoide. ¿Realmente ve
ella los fantasmas que dice ver?
La institutriz, que ha llegado a idealizar a ambos niños,
sabrá que la fallecida señorita Jessel mantenía una profunda amistad con la
niña Flora, lo que provoca en ella unos celos irracionales hacia la fallecida,
celos que verterá en la niña acusándola de malvada por encontrarse bajo la
influencia del espíritu de la muerta. Al mismo tiempo también tendrá
conocimiento de la relación entre Quint y el niño Miles, relación que se
insinúa malsana por el hecho de que el niño es un aristócrata que se debe a las
responsabilidades de su clase, mientras que Quint no es más que un plebeyo.
Sabedora que la relación que mantenían Quint y Jessel, relación que se insinúa
pasional y sórdida, la institutriz llegará asumir que son seres malvados por el
simple hecho de someterse a sus pasiones, algo que ella, moralista y reprimida,
interpreta como una bajeza y una inmoralidad.
La historia da a entender, sin nunca aclararlo, que Miles
podría haber sido víctima de ciertos abusos por parte de Peter Quint, e incluso
se podría entender que Miles estaba al corriente de la naturaleza sexual de la
relación que aquel mantenía con la antigua institutriz. De hecho se menciona
que el niño ha sido expulsado por haber ‘contado cosas’ a algunos de sus
compañeros, cosas que han llegado al oído de sus profesores. El relato nunca
explica la naturaleza o contenido de esas conversaciones, dejando que sea el
lector en su imaginación el que de forma a dichas conversaciones, pero sí
indica que la naturaleza de las mismas era lo suficientemente grave como para
provocar la expulsión del colegio. También se hace obvio el carácter precoz del
niño, y éste se insinúa de manera equívoca a su nueva institutriz. En más de
una ocasión hace referencia a ‘lo que quiere un muchacho’, dando a entender que
se siente físicamente atraído por la protagonista, y de esta manera deja
plantear la duda de si de igualmente se sintió atraído por la fallecida
señorita Jessel, y si Quitn, por diversión o como juego retorcido, favoreció de
algún modo la relación entre ambos. Posiblemente sean esos los aspectos que
Miles ha revelado a sus compañeros de clase, y su carácter precoz y su
naturaleza veladamente lúbrica son los que han dado pie a su expulsión, para no
contaminar a otros niños.
En ese contexto, víctima de la frustración por no poder
acceder a su tío, la protagonista vuelva su afecto de manera malsana en el
niño, al que por un lado idealiza, por ver en él una proyección del tío, el
hombre del que se ha enamorado, y al que por otro aborrece y desprecia por
interpretar, equivocadamente o no, que es un discípulo de Quint, alguien que
representa todo lo que para ella es bajo e inmoral en un hombre. En este
sentido Quint representa el fantasma de la liberación sexual del mismo modo que
la señorita Jessel es una alegoría de su propia represión: Jessel fue seducida
por Quint y sucumbió a él, por ello la protagonista la desprecia, porque ella
misma, víctima de su educación represora y las presiones de su clase social, no
es capaz de liberarse sexualmente. Así pues proyecta en los niños su propio
sentimiento de culpabilidad al sentirse atraída por una forma que ella
considera indecente por el tío de ambos. Es esa frustración la que le llevará a
ver a esos niños como malvados, pero al mismo tiempo su propia moralidad tratar
de justificar dicha maldad impropia en unos niños inocentes, lo cual la llevará
a crear la ilusión de que Miles y Flora están bajo el influjo de los malvados
Quint y Jessel. Pero, ¿son realmente inocentes los niños? La inteligentísima
aproximación que hizo el siempre agudo Truman Capote le llevo a poner de
relieve toda la pulsión sexual latente en el relato, especialmente entre la
institutriz y el niño Miles. Dicha pulsión adquiere tintes de sordidez porque
planea en ella la sombra de la pedofilia, sobra que también se podría intuir en
la ambigua relación que mantenía Miles con Quint; pero al mismo tiempo Capote
juega maliciosamente con la idea de la presunta inocencia del niño, ¿es
realmente tan inocente como se supone o su precocidad le ha llevado a provocar
las enfermizas reacciones de su institutriz?
Esa pulsión sexual estallará al final del relato de una
manera trágica: en su necesidad de reafirmarse en su creencia de que sus
visiones fantasmales son reales, la institutriz presionará al niño para que confiese
que él también ve a Quint. Sugestionado quizás por ella, y en estado de shock,
admitirá la presencia del fallecido y acto seguido morirá en brazos de ella. De
una forma inconsciente ella ha conseguido que él admita su relación con Quint,
y por lo tanto su influencia malsana; ella sale victoriosa de su combate moral,
pero al hacerlo ha provocado la muerte de ¿un inocente?

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