Ver un Tennessee Williams en teatro siempre es una experiencia estimulante, y más tratándose de una obra como "El zoo de cristal". Escrita en 1944 está considerada como la primera gran obra de su autor, sin duda uno de los mayores dramaturgos que ha dado la escena norteamericana de todos los tiempos junto a Arthur Miller, Eugene O'Neil y David Mamet.
En una entrada anterior, a propósito de la representación de "La rosa tatuada" en el TNC, ya hice un muy somero repaso de la trayectoria artística de Tennessee Williams, así que no me extenderé de nuevo en ese tema (puedes leer mi comentario en http://tonidelgadojustme.blogspot.com.es/2014/01/de-amor-rosas-y-deseo.html).
Muchos estudiosos de la obra de Williams considerar "El zoo de cristal" como la obra de su autor que contiene más apuntes autobiográficos. Tennessee tenía una relación muy estrecha con su hermana Rose, una muchacha bella pero frágil que pasó la mayor parte de su vida adulta en hostipates mentales. Los padres de Tennessee autorizaron en 1943 una lobotomía prefrontal (argumento que recuperaría más tarde en otra de sus obras más emblemáticas, "De repente, el último verano"). Pero la operación no salió bién y dejó a Rose incapacitada para el resto de su vida. La operación fracasada sumió a Tennessee en una fuerte depresión, generó un fuerte resentimiento del autor hacia sus progenitores, a los que siempre culpó por haber permitido la operación, y muy posiblemente fué el origen de su alcoholismo. Paradógicamente también dió pie a una de sus obras más sentidas, y a la vez una de las más tristes. La tristeza, la fuerte melancolia que rezuma esta obra contrasta con el espiritu vitalista de, precisamente, "La rosa tatuada", la anterior obra de Williams que he visto en teatro.
La historia, situada en una ciudad norteamericana durante los años 30 nos presente a 4 personajes: Amanda Wingfield, la matriarca, una dama sureña anclada en un pasado glorioso que intenta reverdecer, obsesionada con salir de la pobreza y eternamente resentida con un marido que la abandonó para vivir otras aventuras; Laura, su hija, frágil, extremadamente tímida, aquejada de una cojera que le provoca un fuerte sentimiento de inferioridad; Tom, su hijo, escritor frustrado que trabaja como contable en un almacen; y por último, Jim, amigo y compañero de trabajo de Tom. Amanda, mujer autoritaria pero incapaza de aprehender la realidad que le rodea, vuelca sus frustraciones en sus hijos y a través de ellos intenta recuperar las mieles de su pasado adolescente en el viejo sur. Su hija Laura, al verse incapaz de satisfacer los deseos de su madre, se evade de la realidad cuidando una colección de figuritas de cristal, el zoo del título, que simbólicamente representan la incapacidad de los personajes de aceptar la realidad que les rodea, lo que les lleva a refugiarse en un mundo de fantasía, una falsa realidad cómoda y anestesiada que les impida sentir dolor o frustración. Tom, el otro hijo, es aparentemente el único capaz de ver esa realidad, pero se muestra incapaz de enfrentarse a ella y por eso se evade constantemente al cine, para vivir a través de las películas las aventuras que no puede vivir en la realidad. Cuando hace patente su deseo de marcharse de casa, su madre le convencerá de que no lo haga antes de haber encontrado un pretendiente adecuado para su hermana, alguien que pueda mantenerlas a ambas, madre e hija, cuando Tom se haya marchado. Y ahí entra en escena Jim, el compañero de trabajo de Tom. Lamentablemente Jim resultará no ser el pretendiente deseado, lo que no impedirá que Tom marche de casa abandonando a su madre y hermana a una suerte incierta, y siendo perseguido por el resto de su vida por un indeleble sentimiento de culpabilidad.
La versión estrenada estos dias en el teatro Goya cuenta con la dirección escénica de Josep Maria Pou, y hay que decir que el trabajo del el actor/director es irreprochable y saca el máximo partido de su excelente cuarteto protagonista. Su dirección escénica es sobria, pero Pou se permite una par de arranques en clave de realismo mágico francamente hermosos. Es bellísima la forma en como el personaje de Laura aparece en el escenario al pricipio de la obra, y como desaparece del mismo al final: a través del sofá. E igualmente hermoso son los momentos en que dicho personaje se recrea en la contemplación de su zoo de cristal, que permiten a los espectadores sumergirse en el mundo cuasi-onírico de Laura. Pou convierte el zoo del título en un personaje más de la obra, explicitándolo mediante la presencia de un unicornio de cristal, ominipresente en toda la representación, y que viene a ilustrar de manera ejemplar la forma en como los tres protagonistas rehuyen la realidad y se aferran a su mundo ilusorio. En una escena crucial el cuerno de dicho animal mitológico se rompe, quedando reducido a un mero caballo de cristal, y lo hace cuando irrumpe el cuarto protagonista, ajeno a la familia, y por lo tanto real. La irrupción del mundo real quiebra la ilusión creada y obliga a los protagonistas a enfrentarse a la verdad, les guste o no.
De los cuatro protagonistas solo puedo decir una cosa: están todos soberbios. Peter Vives afronta el papel de Jim, el pretendiente, de forma absolutamente vitalista. Meritxell Calvo es una auténtica sopresa, componiendo una Laura frágil, patética, triste... el trabajo actoral de la joven actriz, que se expresa sobretodo de forma física, interpretándolo con todo su cuerpo, es realmente conmovedor. Dafnis Balduz utiliza un registro distinto, y me pregunto hasta que punto es idea del propio director que el personaje de Laura se manifieste mayormete a través de la expresión corporal, mientras que el de su hermano Tom lo hace sobretodo a traves de la voz, jugando con la entonación y con la expresión verbal. En cualquier caso Dafnis sale triunfante de su reto interpretativo. Pero la parte el león se la lleva una impresionante Míriam Iscla, en parte debido al personaje que le toca interpretar, Amanda, un personaje en la línea de los grandes personajes femeninos de fuerte personalidad que aparecen en las obras de Tennessee Williams, pero muy especialmente por la sopresa que produce ver una actriz a la que yo acostumbraba a vincular a papeles de comedia, en un rol eminentemente dramático, pero sobretodo un personaje rico, complejo y lleno de matices a los que Míriam enriquece con todo un recital interpretativo de primer orden.
Nunca hay que perderse una obra de Tennessee Williams, y ésta en concreto sería un pecado hacerlo.
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