EL GRAN BUDAPEST HOTEL
Dentro del panorama cinematográfico actual no son muchos los directores de los que realmente se pueda afirmar que tienen una visión auténticamente original del mundo que les rodea y de la forma en cómo se debe plasmar esa visión en un film. Y más desde que el otrora imaginativo Tim Burton, que parece ser que alcanzó el zénit de su carrera con “Eduardo manostijeras” allá por el 1990, permanece abonado a la cómoda (y rentable) postura de ilustrar universos ajenos y tratar de re-interpretarlos (normalmente con resultados fallidos) según su propia idiosincrasia creativa. Bastaría citar como ejemplos la “Alicia” de Lewis Carroll, “Charlie y la fábrica de chocolate” de Roald Dahl, el “Big Fish” de Daniel Wallace, el “Sweeney Todd” de Stephen Sondheim o el “Dark Shadows” televisivo de Dan Curtis.
Pero siempre es posible encontrar creadores que aún mantienen un espíritu libre y que son capaces de ofrecernos obras de arte al margen de cualquier convencionalismo o tendencia mayoritaria. Son gente como Michel Gondry, Spike Konze o Wes Anderson. Los tres tienen en común que ven el mundo desde una perspectiva muy diferente a la del ciudadano de a pie. Los tres incorporan elementos fantásticos u oníricos en su obra que hacen bascular entre la ficción y el realismo mágico. Los tres rechazan cualquier tipo de convencionalismo tanto desde un punto de vista formal como argumental. Los tres cimentan sus obras en un rico y matizado desarrollo de personajes. Los tres son capaces de extraer el máximo partido a los elementos formales que manejan para regalarlos un producto visualmente fascinante. Y los tres son, en definitiva, inclasificables.
También los tres nos han ofrecido en este 2013 sendas películas dignas de mención, visualmente arrebatadoras y llenas de vitalismo. Michel Gondry lo hizo con esa especie de golosina en forma de película que es “La espuma de los días”; Spyke Jonze nos regaló una de las mejores películas del 2013, la conmovedora y la vez ácida “Her”; y ahora Wes Anderson estrena este castillo de fuegos artificiales en forma de vodevil que es “El Gran Budapest Hotel”.
Para empezar, si hubiese un premio al mejor casting del año, éste se lo tendría que llevar el film de Anderson. Y es que tiene mérito ser capaz de reunir en un mismo film a Ralph Fiennes, Tilda Swinton, Tom Wilkinson, F. Murray Abraham, Saroirse Ronan, Adrian Brody, Willem Dafoe, Harvey Keitel, Jeff Goldblum, Léa Seydoux, Mathieu Amalric, Jude Law, Bill Murray, Edward Norton, Jason Schwartzman, Owen Wilson, Bob Balaban… Es cierto que en una película de carácter coral como ésta la mayoría apenas tienen espacio para el lucimiento, pero quién más y quién menos goza de su momento de gloria en el film. Sin embargo en medio de tan deslumbrante reparto, y sin desmerecer los divertidísimo roles que desempeñan Adrien Brody o Tilda Swinton por ejemplo, hay dos actores que destacan por encima de sus compañeros de reparto, aunque sea solo porque disfrutan de mayor número de minutos de presencia en pantalla. Me refiero naturalmente a un descacharrante Ralph Fiennes, que nos regala una divertidísima caracterización y nos demuestra un insospechado talento para la comedia, y el debutante Tony Revolori en su no menos divertido papel de Zero, el lobby boy de este Gran Budapest Hotel. Ambos están simplemente sublimes pero merece la pena prestar atención al entonado (nunca mejor dicho) trabajo que hace Fiennes con su voz (y su gesto) en este film.
Que Wes Anderson tiene muy buena mano para la dirección de actores es algo que viene demostrando desde los inicios de su carrera cinematográfica. Que además tiene un raro y fascinante talento para la puesta en escena, también. Cada plano, cada encuadre, cada movimiento de cámara de este “Gran Budapest Hotel” está minuciosamente cuidado y estudiado para ofrecernos una imagen epatante. Y es que todas las secuencias de este film ágil, dinámico y travieso son un auténtico festín para la vista.
Muchos tacharán su argumento de rocambolesco, absurdo, incomprensible, ridículo… Pero lo que nos está ofreciendo Wes Anderson es una comedia vodevilesca cuya única intención no es otra que divertir y entretener. Y yo francamente creo que lo consigue. La historia, por mucho que los continuos giros argumentales de su enrevesada trama nos despisten, atrapa gracias a la aguda e ingeniosa caracterización de sus personajes. Y además su fastuosa y barroca puesta en escena ayuda precisamente a hacer más digerible dicha trama. La dirección artística, el diseño de vestuario, el maquillaje, la puesta en escena e incluso la partitura bufa del siempre excelente Alexandre Desplat (que menudo año creativo lleva) se confabulan de manera perfecta para ofrecernos un producto cinematográfico que no puede definirse sino como obra de arte.
En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? La capacidad de fascinación visual que transmiten cada una de las imágenes del film. ¿Lo peor? Que dicho poderío visual, por acumulativo, pueda producir cierto empacho en algunos espectadores.
NOÉ
Y hablando de directores con un universo personal, otro que también podríamos incluir en esta lista, si bien no alcanza las cotas imaginativas de los tres citados anteriormente, es Darren Aronofsky. Aunque conviene resaltar que Aronofsky es también un director que parece jugar al despiste con el eclecticismo que caracteriza su elección de proyectos cinematográficos.
No he visto ni “Pi” (su debut en el largometraje) ni “Réquiem por un sueño”, y confieso de “La fuente de la vida” me parece un tostón de película, por mucho que visualmente tenga algunos momentos realmente impactantes. Con “El luchador” se adentró en terrenos más realistas, aparentemente más convencionales, pero el resultado final es un film sólido, en buena parte gracias al estupendo trabajo interpretativo de Mickey Rourke. Después nos ofreció “Cisne negro”, su film más exitoso hasta la fecha, con el que se ganó el favor del público y de la crítica por igual. Para mi es su película más lograda hasta la fecha, un film poderoso en que Aronofsky establece un inquietante juego de luces y sombras, adentrándose en la psyche de su protagonista (una estupenda Natalie Portman) para regalar al espectador una intrincada trama especular sobre la obsesión en la que realidad y ficción se mezclan constantemente.
Tratar de llevar a la gran pantalla la epopeya bíblica de Noé y su arca era algo que parecía no encajar demasiado en la trayectoria artística de Aronofsky. Visto el resultado, por mucho que su director en el fondo lo que nos está haciendo es ofrecernos un blockbuster disfrazado de drama existencialista, sigue resultando sorprendente que Aronofsky se haya decantado por un proyecto de estas características. Esencialmente porque lo que prima en este film por encima de su discurso acerca de la fé, es su condición de cine espectáculo. Aronofsky se ha alejado conscientemente del discurso bíblico convencional y ha extraído sus referentes de textos apócrifos no reconocidos por la iglesia oficial. Detalles como la borrachera de Noé o su relación con Matusalem se citan en la biblia; personajes como Tubal Caín o los gigantescos Nephilim también aparecen en esos textos bíblicos apócrifos. Aronofsky ha cogido todos esos elementos dispersos para llenar las lagunas en torno a la historia del diluvio universal y construir así un relato coherente. Y al hacerlo se ha alejado intencionadamente del discurso religioso para construir un relato mitológico, más próximo a “El señor de los anillo” que al antiguo testamento. A no pocos grupos religiosos (cristianos, judíos y musulmanes) les ha molestado precisamente ese enfoque fantástico, y más aún por cuanto la imagen de Noé que nos ofrece la película se aleja por completo del retrato amable y bonachón que interpretó John Huston en su propio film de 1966, y en cambio nos muestra a un Noé atormentado, violento, hasta cierto punto integrista, que es capaz de convertirse en infanticida y asesinar a su propia descendencia en su obediencia ciega al Creador y su convencimiento de que la raza humana no merece/debe ser salvada.
El diluvio universal se relata en la Biblia (oficial) de manera bastante escueta y ello ha permitido a Aronofsky elaborar un relato más complejo y rico en detalles en el que la violencia cruda está presente, no solo en la supuesta descendencia de Caín, sino también en la propia familia de Noé, a la que el propio constructor del arca llega a tratar a veces incluso con desprecio. De hecho casi todos los personajes de esta historia están mostrados en el film de manera que nunca llegan a despertar las simpatías del espectador. El propio Noé, que en esencia es el único ser humano escogido por Dios para salvar a los inocentes, es retratado como un individuo oscuro, violento, capaz de matar a sus congéneres, incluso a su propia familia si llega el caso, por mantenerse firme en sus creencias. El único personaje sobre el que se nos ofrece un retrato positivo es la esposa de Noé, que aparece retratada como una especie madre coraje compasiva y a la vez fuerte, fiel ante todo a su esposo, por el que muestra un profundo respeto, y sus hijos.
Pero en medio de todo ello la presencia de los Nephilim, ángeles caídos repudiados por el Creador cuando decidieron ayudar a la humanidad y transformados para su castigo en gigantes de piedra, desconcierta más que incomoda, pues son el elemento que más se aleja de la tradición bíblica y el que ofrece mayor adhesión a un género, el fantástico, en el que de forma intencionada o inconsciente, Aronofsky parece adscribir su último film. También hay momentos bellamente ilustrados (los sueños de Noé acerca de la llegada del diluvio, o el relato que hace del Génesis, que parece querer aunar las teorías darwinistas con la metáfora de la creación divina), otros espectaculares (los animales llegando al arca) y algunos de enorme fuerza dramática (aquel en que vemos a los últimos supervivientes de la raza humana aferrándose inútilmente a un roca a punto de ser engullida por las olas, mientras al lado Noé escucha impertérrito en el interior de su arca los gritos agonizantes de socorro). Pero también se echa en falta cierto arrojo en su discurso sobre la fe; toda la presunta exploración acerca de la fe de Noé, de su postura firme en cuanto a la defensa de sus creencias por encima de cualquier tipo de valor humanista, se queda en mera anécdota argumental para justificar un drama, el enfrentamiento de Noé y Tubal Caín, que es lo menos interesante del film.
En conjunto este “Noé” de Darren Aronofsky es un film poderoso y bien filmado, y si uno es capaz de dejar a un lado sus creencias personales también es una película francamente entretenida. Siempre que uno no pierda de vista que, en el fondo, solo estamos viendo una ficción.
En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? La potencia visual de sus momentos más fantásticos. ¿Lo peor? Que Aronosky se haya domesticado y no muestre más arrojo en su discurso acerca de la fe, limitándose a ofrecernos un mero blockbuster. Sofisticado, sí, pero blockbuster a fin de cuentas.
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