lunes, 21 de julio de 2014

VA DE SIMIOS


Franklin J. Schaffner es uno de esos buenos artesanos que ha dado el cine, un director no falto de personalidad propia y que se caracterizó por su eclecticismo a la hora de afrontar los más diversos proyectos cinematográficos. Una de las cumbres de su carrera es sin duda “El planeta de los simios”, film que adaptaba un relato de Pierre Boulle y que se estrenó en 1968. Resulta curioso comprobar como aún hoy en día y pese a los avances técnicos de toda índole de los que ha gozado en cine en las últimas décadas, el film de Shaffner continúa conservando toda su fuerza y su vigencia, y todo ello gracias a la aportación de una serie de brillantes talentos como son la modélica dirección de Franklin Schaffner, la carismática presencia de Charlton Heston, el espléndido trabajo de maquillaje de John Chambers, la impresionante e innovadora partitura de Jerry Goldsmith y, como no, uno de los mejores y más impactantes finales de toda la historia del cine, y que lo han convertido por derecho propio en uno de los clásicos indiscutibles del cine fantástico de todos los tiempos. 

En el momento de su estreno el film gozó de una muy buena acogida tanto comercial como crítica, que le valieron un par de nominaciones a los premios Oscar de la Academia de Cine, al mejor vestuario y a la mejor partitura original. No ganó ninguno de ellos pero en cambio sí que se llevó un Oscar honorífico al trabajo de maquillaje realizado por John Chambers. El éxito del film propició la realización de 4 secuelas, ninguna de las cuales estuvo a la altura del primer film de la saga, pero hay que reconocerles cierto ingenio al servirse de la paradoja temporal para explicar los orígenes de la situación expuesta en la primera entrega, en la que los simios han adquirido inteligencia y se han convertido en la especie dominante del planeta, quedando reducidos los humanos a meros esclavos de limitada inteligencia. Estas secuelas fueron:

-          “Regreso al planeta de los simios” (1970)
-          “Huida del planeta de los simios” (1971)
-          “La rebelión de los simios” (1972)
-          “La conquista del planeta de los simios” (1973)

El éxito de la saga se perpetuaría en una serie de televisión estrenada en 1974 y que gozaría de 14 episodios, para mayor gloria de Roddy MdDowall, que interpretaría al simio Galen en la serie, de la misma forma en que había interpretado a Cornelius y a su hijo César en las diferentes entregas cinematográficas.

En el año 2001 Tim Burton perpetraría un remake del film original, de nuevo con el título “El planeta de los simios”, por mucho que su director insistiese en llamarlo una ‘re-imaginación’ de dicho film. Lo cierto es que sin lugar a dudas “El planeta de los simios” es lo más flojo de toda la carrera de Burton y quizás lo único que merezca la pena ser recordado sea el estupendo trabajo de maquillaje que transformaba a Helena Bonahm Carter, Paul Giamatti o Tim Roth en expresivos simios parlantes.

Mucho mayor ingenio mostraría Rupert Wyatt en 2011 cuando estrenó lo que podría considerarse un reboot de la saga con el título de “El origen del planeta de los simios”. Consciente de la imposibilidad de repetir el impacto del film de Schaffner y su mítico final, Wyatt optó por reiniciar la saga a partir del film “La rebelión de los simios”, dirigido por J. Lee Thompson en 1972, y en el cual se narra cómo César, el hijo de Cornelius y Zira, inicia la rebelión que llevará a los simios a convertirse en la especie dominante del planeta. En el film de Wyatt veremos como la búsqueda de un fármaco capaz de curar el mal de Alzheimer llevará a desarrollar un virus que al mismo tiempo que potencia el desarrollo intelectual en los simios provocará la diezma de la especie humana. Wyatt exhibió genio y buenas maneras en su puesta en escena y nos regaló un film ágil, con las suficientes dosis de emoción y entretenimiento como para hacernos olvidar el fallido intento de Burton de resucitar la saga. Mención especial merece el trabajo actoral de Andy Serkis, que se prestó a la ardua y pesada labor de realizar la captura de movimiento para dar vida a César, el chimpancé que roba todo el protagonismo a la estrella James Franco. Serkis ya tenía experiencia en esta lides tras haber dado vida al Gollum de “El señor de los anillos” (donde además del trabajo meramente físico de captura de movimiento realiza una prodigiosa creación gracias a su impresionante trabajo vocal) y al “King Kong” de Peter Jackson.Su trabajo y el de los técnicos de efectos especiales logran dotar de una expresividad asombrosa a César y el resto de los simios digitales que aparecen en el film.

Ahora es Matt Reeves quién se pone tras la cámara para realizar la secuela de dicho film, con el título de “El amanecer del planeta de los simios”, y lo cierto es que no se echa en falta la presencia de Wyatt. Reeves, curtido en televisión y que ya había mostrado buenas maneras en la realización de largos con “Monstruoso” (2008), lleva a cabo un trabajo si cabe aún más dinámico que el realizado por Wyatt en el film precedente, y resulta asombroso la emoción que es capaz de extraer de las creaciones digitales (entiéndase los simios) que aparecen en el film. Es indudable que actores como Andy Serkis (que vuelva a interpretar a César) o Toby Kebbel (que da vida a su rival, Koba), ponen mucho de su parte, y también que el departamento de efectos especiales de Weta Digital realiza un trabajo prodigiosos, pero también hay que reconocer el mérito de Reeves de saber poner los efectos especiales del film al servicio de la historia y de los personajes, de no recrearse más de lo debido en las escenas de acción y de buscar en todo momento que los simios digitales se comporten como actores reales, sacando el máximo partido de su expresividad y logrando de este modo la empatía con el espectador.

“El amanecer del planeta de los simios” ha gozado de una buena recepción crítica y comercial en los Estados Unidos, pero también ha levantado cierta polémica por cuanto ciertos sectores han considerado que encierra un mensaje de carácter ‘izquierdoso’, y es que hay quien ha visto en su argumento un ataque directo a la sacrosanta 2ª enmienda de la constitución americana, aquella que otorga a todo ciudadano norteamericano la libre posesión de armas de fuego. No son pocas las noticias de tragedias que nos llegan de los Estados Unidos sobre matanzas indiscriminadas en institutos o lugares públicos, matanzas perpetradas por desequilibrados en posesión de armas de fuego, siendo quizás la más tristemente célebre de todas ellas la matanza del instituto de Columbine, analiza de forma lúcida e inteligente por el realizador de documentales Michael Moore en su film “Bowling for Columbine” (2002). Este tipo de trágicos eventos son los que han propiciado el auge en Estados Unidos de un sector de la población que clama por un mayor control en la venta de armas de fuego, movimiento  por el cual incluso el presidente Obama ha mostrado un tímido apoyo, movimiento sin embargo al que se oponen los sectores más conservadores y los defensores de la 2ª enmienda, y muy especialmente la poderosísima e influyente Asociación del Rifle norteamericana, y hacen valer su oposición argumentando que todo norteamericano tiene el derecho a defenderse utilizando armas de fuego precisamente contra aquellos que perpetran tales aberrantes actos de matanza indiscriminada. ¿Habría menos matanzas y asesinatos si hubiese un mayor control de las armas de fuego en manos de particulares? No hay más que fijarse en el país vecino, Canadá, donde se ejerce precisamente un control más férreo en la venta de armas y dónde, ‘casualmente’, sus índices de criminalidad son muy inferiores a los que se dan en la mayoría de grandes ciudades norteamericanas. En cualquier caso es un debate amplio y complejo y no es mi intención abrirlo en este artículo.

El caso es que buena parte el público ha querido ver en el film de Matt Reeves una defensa de aquellas posturas que abogan precisamente por el control en la venta y la tenencia de armas de fuego en manos de particulares. El film de Reeves narra precisamente el enfrentamiento entre dos sociedades: una, la integrada por simios, en auge, que busca vivir al margen de los humanos y rigiéndose por una máxima: ‘un simio no mata a otro simio’; otra, la humana, en decadencia, que busca desesperadamente recuperar el dominio del planeta. El grupo de los humanos mantiene el control sobre un arsenal de armas oculto, y cuando una facción de los simios, se hacen con el control de parte de dicho arsenal y se enfrentan a los humanos como represalia por las vejaciones sufridas en el pasado, se desata una guerra en la que no hay vencedores ni vencidos, solo víctimas y supervivientes.

El guion rehúye cualquier forma de maniqueísmo: ni los humanos son enteramente malvados ni los simios enteramente buenos. En ambos bandos hay facciones con posturas encontradas: la postura conciliadora el personaje interpretado por el actor Jason Clarke, que busca la coexistencia pacífica entre ambas especies, se contrapone a la representada por el personaje al que da vida Gary Oldman, que insiste ver a los simios como meros animales, que deben ser controlados y, si es necesario, exterminados. Del mismo modo César, el líder de los simios que inicialmente desconfía de los humanos, comprende la necesidad de colaborar con ellos en aras el bien común y para asegurar la pervivencia de su propio pueblo, mientras que su rival, Koba, solo buscan venganza y retribución, y exige mostrar una posición de fuerza frente a los humanos a los que en un determinado momento del film tratará de esclavizar.

Todo buen film de ciencia-ficción esconde muchas veces un mensaje que en cierta forma trata de analizar determinados aspectos éticos, morales, sociales o políticos de nuestro presente. El film de Schaffner encerraba en el fondo una crítica velada al uso de las armas nucleares, que propiciaron la extinción y decadencia de la especie humana y la evolución de otras moralmente más preparadas. El film de Reeves critica la influencia perniciosa de ciertos aspectos de la ‘moralidad humana’, así como la falta de control en la tenencia de armas. Es cierto que algunos simios en el film, especie a la que en un principio se podría considerar más pura y capaz de vivir en armonía con la naturaleza, exhiben un comportamiento más mezquino y vengativo, en particular Koba, pero en boca de César también se deja claro que ese comportamiento es por culpa de la influencia humana (‘odio es lo único que aprendió de los humanos’, expresa César en un momento del film). Me gustaría resaltar un aspecto que del film que precisamente muestra un alto grado de verosimilitud (o el tipo de verosimilitud que puede pedírsele a un film de género fantástico), y es el que hace referencia al comportamiento de los chimpancés, animales que normalmente la mayoría de la gente ve cómo mascotas simpáticas e inteligentes. Pero conviene señalar que los chimpancés es estado salvaje con animales realmente agresivos y que al contrario que sus primos los gorilas o los orangutanes, que también aparecen en el film y que son estrictamente herbívoros, los chimpancés son omnívoros y que en estado salvaje a veces organizan ‘partidas de caza’ para capturar y matar otras especies de monos menores y poder alimentarse de ellos. A nadie debería extrañarle, pues, la cruda escena inicial que abre el film en que los monos liderados por César se lanzan a la persecución y captura de una bandada de ciervos para poder alimentarse.

Mensajes y polémicas aparte “El amanecer del planeta de los simios” es un film sumamente entretenido que atrapa al espectador de principio a fin, con dosificadas y bien filmadas escenas de acción, convenientemente atemperadas en el metraje con otros momentos más dramáticos y emotivos (particular atención hay que prestar a la relación entre César y su hijo, que evoluciona de manera harto convincente a lo largo del film). Bien filmado, bien escrito, con una ajustada partitura de Michael Giachino, pero muy especialmente bien interpretado por un conjunto de simios que roban todo el protagonismo a los humanos, y entre los cuales destacan sin duda alguna los personajes de César y Koba, a los que dan cuerpo y alma respectivamente Andy Serkis y Toby Kebbel.

En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? Los simios, sin duda, un prodigio de expresividad se mire por donde se mire. ¿Lo peor? Que la intención de abrir un debate inteligente sobre el control de la tenencia de armas sea visto por algunos por un ataque a la inviolable constitución americana.

domingo, 20 de julio de 2014

UNA NOCHE EN LA OPERA

Sin lugar a dudas uno de los más grandes compositores de la música norteamericana es George Gershin, nacido en Brooklin, New York, en 1898, y cuya enorme popularidad es debida principalmente a sus numerosas composiciones para el cine y el teatro musical como “Swanee” o “I got rhythm”, muchas de las cuales se han convertido en estándares interpretados mil y una veces por cantantes de la talla de  Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Louis Amstrong o Frank Sinatra, que lo sitúan a la altura de un Jerome Kern, un Cole Porter o un Irving Berlin.

Pero posiblemente su mayor aportación a la historia de la música haya sido su contribución a sacar el jazz, el góspel y el blues de la categoría de música popular para elevarlos a la condición de música culta, gracias especialmente a la repercusión que en su día tuvieron la difusión de algunas de sus obras más relevantes, como la “Rhapsody in blue”, la pieza “An american in Paris” o la monumental ópera “Porgy and Bess”.

Gershwin aúna la tradición del compositor de música para clubs de jazz, con la influencia europea de compositores a los que admiraba como Debussy, Richard Strauss, Stravinsky o Schönberg. George Gershwin, con mínimos estudios formales, quiso profundizar en la composición, ya que sus conocimientos eran más bien intuitivos, lo cual le llevó a viajar a Paris para estudiar composición y allí conoció personalmente a algunos de sus compositores admirados, y según se sabe, fue un gran amigo personal de algunos de ellos. Se cuenta, por ejemplo, que intentó ser discípulo de Ígor Stravinski y cuando éste le preguntó: “¿Cuánto dinero ganó usted el año pasado?”, Gershwin respondió “200.000 dólares2, a lo que Stravinski respondió a su vez “Entonces yo debería tomar clases con usted”. También Ravel se negó a darle clases, argumentando que “perdería su gran espontaneidad melódica para componer en un mal estilo raveliano. ¿Para qué quiere ser un Ravel de segunda, cuando puede ser un Gershwin de primera?”.

Hay quien percibe en Gershwin el sinfonismo de Rachmaninoff. Pero el ritmo exasperado de Stravinky (en ocasiones más cercano al jazz) parece aflorar en algunos pasajes de “Un Americano en París” e incluso el ‘tono pastel’ de Debussy se insinúa en los pasajes de “Porgy and Bess”. Pero a diferencia de otros compositores americanos como Barber o Aaron Copland, que profundizaron en las raíces de la tradición musical americana, Gershwin quiso aproximarse al estilo europeo, que el compositor americano consideraba más ‘serio’, en contraposición del estilo más ‘lúdico’ que imperaba en la música americana, particularmente en el jazz, el blues o el ragtime, donde el ritmo se impone a la melodía y donde la improvisación juega un papel importante. Sin embargo el resultado es un mestizaje en que se funden ambas tradiciones, la sería del viejo continente y la más lúdica del nuevo, la música culta y el sinfonismo con el jazz y la tradición de la música popular. Todo ello le llevó a convertirse en uno de los músicos más populares y admirados de su época.

Fecha señalada en este sentido fue la del 12 de febrero de 1924, cuando estrenó en el Aeolian Hall de Nueva York su célebre "Rhapsody in Blue". Inicialmente la obra despertó cierta polémica, algo bastante  común en los estrenos de las obras de muchos compositores del siglo XX (sino que se lo pregunten a Debussy o Stravinski), pero en poco tiempo consiguió hacerse con un puesto en el repertorio de los mejores solistas y las más destacadas orquestas. Pese a todo el éxito de su famosa rapsodia no hizo olvidar a Gershwin sus numerosas lagunas técnicas, por lo que prosiguió sus estudios musicales con la intención de enriquecer su estilo y abordar metas más ambiciosas.

Su viaje a Paris para profundizar en el estudio de la música y la composición le inspiraron a componer la pieza “Un americano en Paris”, inmortalizada en el cine por Vincente Minelli en 1951, e interpretada por Gene Kelly y Leslie Caron.

En 1935 Gershwin estrena su ópera “Porgy and Bess”, un retrato de la vida de una comunidad negra en el sur de Estados Unidos. A pesar de algunas dificultades iniciales debido a su carácter inusual, que se aparta de la tradición clásica operística para fusionar el jazz y el espiritual con el sinfonismo europeo, ”Porgy and Bess” se impuso rápidamente en los escenarios de todo el mundo y hoy es la ópera estadounidense por antonomasia. La ópera está basada en la novela y la obra teatral de Dorothy y Du Bose Heyward. Una vez que Gershwin consiguió el argumento, se dirigió en tren al Sur y alquiló una cabaña en una isla cercana a Charlestonw, junto con DuBose Heyward, autor de la obra y del libreto, realizado en colaboración con Ira Gershwin.

Originalmente “Porgy & Bess” se sitúa en los barrios marginales de Charlestown (Carolina del Sur), donde las notas de jazz y de blues ponen voz a las almas de los protagonistas, y nos muestra una realidad escondida de la sociedad norteamericana, donde la pobreza, la desesperación y la falta de escrúpulos empujan a los protagonistas hacia su destrucción. De entre todos ellos, sin embargo, destaca Porgy, el único personaje que lucha verdaderamente por lo que ama y que hará todo lo posible para ayudar a la Bess a redimirse y a alejarse de las malas compañías.

Ahora llega al Gran Teatre del Liceu la producción de la Cape Town Opera Company dirigida por Christie Crouse, y que ha despertado una gran admiración en su gira europea. “Porgy and Bess” fue estrenada en el Liceo en 1955 y cuya última representación en Barcelona fue en 1982, por lo que este nuevo estreno ha generado no pocas expectativas.

En esta ocasión la acción se traslada de los barrios marginales del sur de Estados Unidos a un de Sudáfrica de los años setenta, para continuar narrando la historia de amor de Porgy, un inválido bueno y generoso, por Bess, una mujer desvalida y drogadicta que busca protección y una vida mejor. La propia directora ha defendido que los EEUU -lugar donde transcurre originariamente la obra- y Sudáfrica tienen muchas conexiones y puntos en común en ámbitos como el jazz o la religión.



No soy ni mucho menos un experto en ópera, pero sí soy un incondicional de la música de Gershwin y debo reconocer que "Porgy & Bess", junto con la "Rapsody in blue" y "An american in Paris" son sus opus magna. En caso es que ayer disfruté muchísimo con la representación de esta obra por parte de la Cape Town Opera en el Liceo. La idea de traslada la acción original a un barrio de Soweto es original y soporta perfectamente el cambio de escenario y la escenografía es sencillamente espectacular. Y en cuanto al reparto, si bien Nonhlanhia Yende muestra verdadera entrega en su papel de Bess, las limitaciones de su voz quedan a veces expuestas de forma muy manifiesta; mucho más entonada se mostró Tina Mene haciendo una impresionante Serena, en especial con el ária "My man’s gone now"; Tshepo Moegi, interpretando a Sportin' Life, no ofrece la potencia que necesita un aria tan conocida como "It ain’t necessarily so", pero en el reparto masculino cualquier falta la suple un impresionante Xolela Sixaba dando vida a Porgy, simplemente conmovedor, y que se recibió el aplauso más cálido y largo por parte del público.



viernes, 4 de julio de 2014

BAJO LA PIEL


Jonathan Glazer pertenece a esa categoría de directores que se prodigan poco en la pantalla grande, si bien cada nuevo estreno suyo no genera tantas expectativas como los de un, por ejemplo, sobrevalorado Terrence Malick, pese a que el cine de Glazer no carece en absoluto de interés.

El penúltimo estreno suyo que vimos en una pantalla de cine fue “Reencarnación” (“Birth”), allá por el 2004, un film tan extraño como sugestivo y que, todo hay que reconocerlo, no era apto para todos los paladares. Glazer no suele ponérselo fácil al espectador y en algunos momentos da la impresión de que trata de poner a prueba la paciencia o la resistencia del mismo. Muchos recordarán una de las secuencias más memorables de “Reencarnación”, precisamente la que abría el film, un largo travelling de 4 minutos que sigue a un individuo que hace footing por Central Park, observándolo de espaldas a la cámara, hasta que dicho individuo se mete en un túnel a oscuras y… desaparece. La inquietante música de Alexandre Desplat subrayaba la extrañeza del momento y servía para situar al espectador en la antesala de un misterio que nunca llegará a resolverse del todo. En otra secuencia igualmente memorable del film, Glazer situaba la cámara en un (de nuevo) largo plano fijo sobre el rostro de Nicole Kidman en el palco de butacas de un teatro en el que se representa un ópera: su rostro comienza impasible hasta que al final se quiebra y rompe a llorar mientras escucha la música, demostrando de paso que la actriz, antes de someterse a operaciones de estética que parecen haber congelado su rostro en el tiempo, era capaz de expresar todo un amplio rango de emociones con el mínimo uso de recursos expresivos. El film cautivó a algunos (entre los que me encuentro) y dejó indiferente a la mayoría, pasando con más pena que gloria por taquilla.

Han tenido que pasar 10 años para que Jonathan Glazer vuelva a estrenar un nuevo film en salas comerciales. Con el título de “Under the skin” (“Bajo la piel”, si los distribuidores patrios no apuestan por una traducción desafortunada antes de que es estrene en nuestro país), su nuevo film llega precedido por una campaña publicitaria a la que presumo que su director es del todo ajeno, y que insiste en poner de relieve el desnudo integral frontal que su protagonista, Scarlett Johansson, exhibe en un momento de la película.

“Under the skin” no es un film fácil, y si antes comentaba que en “Birth” su director parecía poner a veces a prueba la capacidad de resistencia de sus espectadores, en este nuevo film parecer intentar ir aún más lejos en dicho propósito. Tengo que decir que he visto el film en versión original y sin subtítulos, y si mi dominio del inglés no es todo lo bueno que me gustaría, el hecho de estar rodado en tierras escocesas y que es prácticamente imposible entender lo que dicen sus protagonistas (Scarlett Johansson aparte) con su cerrado acento escocés puede hacer llegar a más de uno a la conclusión de que no me enterado de nada. Sin embargo los diálogos, muy escasos, del film no son más que conversación triviales que en el fondo no dejan de ser irrelevantes. La mayor dificultad a la hora de apreciar un film como “Under the skin” es que su director da realmente muy poca información al espectador y le obliga a construir la historia en base a su interpretación personal de la imágenes que muestra. ¿Quién o qué es el personaje que interpreta Scarlett Johansson? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su naturaleza y su verdadero propósito? ¿Qué busca? ¿Qué relación mantiene con otro de los personajes, un motorista, que a veces parece ayudarla? ¿Cuáles son los mecanismos que le llevan a actuar como lo hace? Estas y muchas otras son algunas de las preguntas que un espectador podría (podríamos) plantearnos durante el visionado del film, pero Glazer no da respuesta a ninguna de ellas. La suya es una propuesta esencialmente visual, explicada a través de las imágenes, pero tratada en todo momento con una visceralidad que no siempre va a ser apreciada por muchos de los espectadores. Glazer construye su film haciendo uso de una puesta en escena estilizadísima pero desprovista por completo de cualquier tipo de preciosismo formal. Su ambientación y su fotografía son marcadamente realistas, lo que le confiere al film un aspecto cuasi documental; pero por el contrario su puesta en escena adopta un tono marcadamente onírico, intencionadamente extraño e incluso en algunos momentos casi mágico.

No es fácil resumir el argumento de esta película: Scarlett Johansson da vida a un ser (un alíen, un vampiro, un demonio… bien podría ser cualquiera de esas cosas… o algo completamente distinto) que se dedica a ir a la caza de seres humanos. ¿Con qué propósito? ¿Alimentarse de ellos? ¿Extraerles la energía vital? ¿Seducirlos hasta la extenuación como si se tratase de un súcubo? Poco importa. Precisamente las escenas en que la Johansson mata/seduce/se alimenta de seres humanos (que son invariablemente del sexo masculino) están provistas de un marcado carácter erótico, que sin embargo es más sugerido que evidente: depredador y presa se introducen en una habitación, cuyo interior no alberga más que un espacio infinito, vacío y oscuro, sin luz, en el que solo están presentes los cuerpos de ambos individuos; el depredador femenino se aleja y se va desnudando; la presa masculina le sigue y también se desnuda, y mientras lo hace vemos como poco a poco se va hundiendo en el suelo líquido cuya negra superficie no refleja nada, y mientras se hunde hasta desaparecer del todo tenemos un breve atisbo de su sexo erecto; cuando se ha hundido por completo, la depredadora se detiene, desanda sus pasos, recoge su ropa y se marcha. La secuencia es extraña, inquietante, inexplicable, y por todo ello tremendamente sugestiva. En una segunda secuencia similar Glazer nos muestra qué es lo que les ocurre a las víctimas bajo el suelo líquido, y es una escena bizarra, incluso desagradable, pero al mismo tiempo extrañamente hermosa, que incluso está formalmente planteada como si se tratase de un ballet macabro.

El film nos muestra el errático recorrido de esta bella mantis religiosa en busca de victimas a las que seducir/asesinar y llega a su punto culminante cuando la depredadora a la que da vida Scarlett Johansson se encuentra con una potencial víctima cuyo rostro está horriblemente deformado (el film nunca explica el origen de dicha deformidad, si es accidental o de nacimiento, pero eso es algo que carece de importancia); en este punto Jonathan Glazer se las ingenia para ofrecernos una lúcida e inesperada reflexión sobre la monstruosidad y el prejuicio, pero de nuevo no lo hace de una manera discursiva o demagógica, sino ofreciendo al espectador la oportunidad de elaborar sus propias teorías a partir de las ideas insinuadas, sugeridas, que nos regala el film a través de sus imágenes. Conviene resaltar que este peronaje 'deforme' no es un actor maquillado, sino una persona real aquejada de neurofibromatosis, Adam Pearson, lo que da a la secuencia una mayor dimensión y hace que su discurso resulte si cabe más poderoso. El momento que el personaje interpretado por la actriz no repara en el rostro deformado de su víctima y dice que tiene unas manos muy hermosas es en definitiva toda una declaración de principios.

La sequedad de la puesta en escena (exceptuando los momentos francamente estilizados en los que la predadora consume a sus víctimas), la fría iluminación, la escasez de diálogos, la música atonal y carente de melodía… todos ellos son elementos de los que se sirve su director para construir un film que exige al espectador elaborar su propia interpretación de lo que está viendo en pantalla. Hay films, por ejemplo “Memento” (Christopher Nolan, 2000) que ofrecen mucha información de tal manera que el espectador tiene que hacer el esfuerzo de ordenarla para dar sentido a la trama; “Under the skin” sigue un camino diametralmente opuesto: da muy poca información, de manera que es el espectador el que tiene que llenar todos esos espacios vacíos para construir la historia. Muchos espectadores encontrarán que es un film críptico, incomprensible, pesado o incluso aburrido o irritante; yo lo encuentro un espectáculo sensorial fascinante. Y recalco lo de sensorial más que visual porque precisamente las imágenes están desprovistas de cualquier tipo de florituras estéticas; no nos encontramos ante las veleidades esteticistas de un Zack Snyder, el virtuosismo técnico de un David Fincher o el preciosismo formal de un Wes Anderson. Visualmente el último film de Jonathan Glazer es seco, duro, frío, marmóreo. Pero es esa combinación de feísmo estético, de música atonal y de argumento críptico la que contribuye a crear un producto hipnótico por su propia extrañeza, que seduce precisamente porque no es fácil de entender y nos obliga a tratar de ir más allá de lo que muestran las imágenes. ¿El resultado? Que cada espectador que sea capaz de dejarse arrastrar por el juego que nos propone Glazer será capaz de crearse su propia película, y que muy posiblemente ésta poco tendrá que ver con la que yo o cualquier otro hayamos visto en una misma sala de cine. Y en este sentido el título del film, “Bajo la piel”, ofrece muchas lecturas: algo que no es humano se oculta bajo la piel del personaje que interpreta Scarlett Johansson; algo que no sabemos exactamente qué es se esconde bajo la piel de sus víctimas; bajo la ‘piel’ del film que es “Under the skin” se oculta también otra película, o muchas otras, que son las que el espectador tiene que buscar, encontrar y sacar a la superficie.

En resumidas cuentas: ¿Lo mejor? El experimento sensorial e intelectual que nos propone Glazer: que cada espectador se cree su propia versión del film en su cabeza. ¿Lo peor? Que muchos espectadores incapaces de adentrase el dicho juego despacharán el film tachándolo de aburrido o irritante.